viernes, 15 de mayo de 2009

La otredad de la pampa

Por Diego J. Kenis (*)

En un párrafo del apéndice a su bello cuento El Ombú, Guillermo Enrique Hudson esboza la caracterización del gaucho como un ser anarquista que, equivocado, cree ver en Rosas a un par (a un compañero, veremos) que es como él y a la manera de él gobernará. No parece riesgoso aventurar que, con los reparos propios de tal anacronía, Borges hubiera suscripto la afirmación para su propio tiempo. Hay indicios que permiten inferirlo o, al menos, justificarlo.

Rojo en himnos no publicados, radical contrariado en algún momento y conservador por escepticismo, profesó al final de sus años el anarquismo. El prólogo y el relato que le da título, entre otros, hacen de Los Conjurados un libro en que la inminencia de la conjura en pos de un cambio trascendental se deja adivinar antes que la exquisita prosa que le otorga su carácter. El descubrimiento del gaucho, en una cocina de mate y gayetas en la niñez, lo marcaron según propia confesión. En el luego aborrecido El tamaño de mi esperanza procurará hablar como aquéllos seres fantásticos. Por último, es sabido que veía a la Historia como una serie de retornos incesantes, menos por aquella explicación material de repeticiones cómicas y trágicas que por algún tanteo metafísico, probablemente.

Para testimoniar su concepción circular de la Historia escribió junto a Bioy Casares un relato que recrea y quizá parodia a El Matadero. Fascinante, el apasionado dibujo de Echeverría no apareció hasta después de la muerte de su autor. A El Otro, ese incómodo e irreverente alter ego con el que aceptó el desafío de encontrarse, refirió Borges que Buenos Aires había engendrado otro despótico Ser, análogo a su pariente El Restaurador.

La faceta social y política de Buenos Aires como generadora de déspotas ofrece múltiples vías de análisis. Sabemos que los dos Borges (los del enfrentamiento íntimo y horizontal de Borges y yo, no los de la disputa generacional con El Otro ginebrino) amaban sus puertas cancel, sus esquinas rosadas y pequeñas tertulias. Empero, insistía en la generación porteña de aquellos a quienes consideraban déspotas y, acaso por seguir cierta página inicial del Facundo, equiparaba la Córdoba “libertadora” de Lonardi con el Entre Ríos de Justo José de Urquiza.

Aventuremos, para avanzar, que considerar los errores como equivocaciones y no como marcas congénitas subraya el afecto por personas y querencias en poder de aquel a quien se juzga enemigo. Y este dubitativo paso aparece como ilustrativo porque Borges ha considerado desdichadamente equivocada a esa ciudad invadida, esa Casa Tomada un 17 de octubre, de igual manera que a su entrañable maestro Macedonio Fernández. Según el discípulo, Macedonio había sido yrigoyenista, primero, y peronista, después, por no entrever la posibilidad de que la hermosa y triste Buenos Aires pudiera llegar a fallar en sus pasiones. Bella frase que no deja de atestiguar el amor por esas calles que crean, para sí, un mundo propio y bohemio donde a veces no rige la lógica de los escritorios, jauretcheana ciudad debatida entre el puerto a París y la General Paz de la frontera.

La prosa de Jauretche o Galasso confirman parcialmente la visión que Borges, desde otro esquema de ideas, desde otras costumbres artísticas, intereses e idiosincrasia, esbozó. Sábato la introducirá en Sobre Héroes y Tumbas, cuando exima de culpas de la Barbarie en la quemazón de iglesias a un bienintencionado pero equivocado muchacho peronista. Las equivocaciones son contravenciones a una ética, su acusación suele revestir ironía peyorativa o sentencia de castigo; la maldad congénita, que Borges atribuye a Hitler y por añadidura a Perón, es la ausencia de toda moral y llama a la lucha. Como Rosas para los retratados y queridos gauchos del sajón Hudson, “tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva sino desconocidos o anónimos (cuyo nombre secreto y cuyo rostro verdadero ignoramos) que figuraron, para el crédulo amor de los arrabales, una crasa mitología”.

El párrafo, de El simulacro, bien puede resumir el que quizá sea el nudo central del antiperonismo borgeano. A diferencia de Marechal, que sospechó que cantaban la Verdad a voz en cuello quienes el 17 de octubre marchaban hermanados y felices por Perón, Borges recurre a las viejas enseñanzas teológicas o mitológicas sobre los nombres ocultos, que otorgaban poder sólo a quienes los conocían, para enunciar la equivocación que atribuía al arrabal, el mítico escenario donde se batió Jacinto Chiclana. Es decir: denunciaba una mitología peculiar y maligna desde otra mitología que la reconoce. Y tal vez la salude o justifique. Una forma de aristocracia, por qué no.

(*) Publicado la revista Transiciones Nº 24, Mar del Plata, 2009.

No hay comentarios: