viernes, 26 de febrero de 2010

Salidas de emergencia (*)

Que un hombre que gusta de la lectura, al punto de confesar que poco le ha ocurrido en la vida más interesante que Stevenson imagine un relato donde un libro interminable es, a la par, diabólico, resulta por lo menos extraño. Borges habrá aventurado, en tal caso, que si el Universo es una biblioteca ello no implica que una Biblioteca deba ser el universo. No es casual que El Libro de Arena haya sido trocado por La Biblia, que siendo “los libros” cierra aún con las tres letras del FIN. La página final es el zaguán de entrada al propio universo, que en los genios como Borges, Einstein o Funes adquiere dimensiones finitas pero expansibles.
No menos curioso que lo anterior es que alguien que acostumbra medir su vida en libros descrea del poder transformador de la literatura en los cánones que rigen la vida en conjunto. Lo que se revela es la intención, no el objetivo que efectivamente se logre. “Mis cuentos, como los de Las Mil y Una Noches, quieren distraer o conmover y no persuadir”, dice en el prólogo de El Informe de Brodie. No será, quizá, su posición final, pero merece la pena citarse. Ocurría abril de 1970, inauguración de una década en que tales discusiones permanecerían a flor de piel.
Una digresión de medio tiempo: el primer verbo mencionado contradice al tercero; el segundo, no. Nada se opone a que la literatura transforme o persuada conmoviendo. Punto falible en la argumentación borgeana, tiende a subestimar el valor artístico de las obras políticas de Cortázar, García Márquez o Benedetti, que exceden la calificación de fábulas con moraleja que más adelante analizaremos presente en el autor de El Aleph.
Desde la otra orilla, fue Rodolfo Walsh quien se encargó de dilucidar el escurridizo escenario planteado y, claro como pocos y como siempre, halló lícita la opción artística de Borges, a quien desde la divergencia política admiraba como poeta y narrador. En la famosa entrevista que mantuvieron, Ricardo Piglia preguntó al padre de la narrativa de no ficción sobre la función de la escritura en la transformación del terreno social y las consecuencias que ello representaría para la opción ética que debiera tomar el escritor arquetípico. Walsh se embanderó con y por una dialéctica que pusiera de relieve las contradicciones de quienes escribían obras ajenas al tiempo de que eran testigos (tal la definición nerudiana) y del que decían preocuparse en declaraciones de militancia.
“Borges preservó su literatura confesándose de derecha, que es una actitud lícita para preservar su literatura y él no tiene ningún problema de conciencia”, decía Walsh a Piglia en el mismo 1970 de aquel prólogo a Brodie. Lo que quería significar era que, con ello, la literatura borgeana se veía libre de abstraerse sobre sí misma sin caer en contradicciones con un espíritu testimonial que no tenía intención de abrazar quien se declaraba “conservador por escepticismo” desde el gris pesimismo de Schopenhauer. En otras palabras, que era válido y coherente el pasaje de la theoría a la praxis.
La puesta en discusión del constructo intelectual denominado “torre de marfil” es, por otra parte, un sustancioso aporte al debate en boga. Al comparar, en el citado prólogo, a la literatura del compromiso con las fábulas de Esopo o la mera predicación de parábolas, el escritor hace algo más que subestimar con ironía obras que no merecen tal calificación: pone a prueba un concepto que, queriendo escapar o salir de la torre de constructos intelectuales, corre permanentemente el riesgo de volver a ellos. Lo que entrelineas se pregunta es hasta qué punto no sigue sobrevolando los problemas de su tiempo quien los reduce a un instante de escritura, a una trascripción ficcional.
La cuestión es fascinante porque obliga a un replanteo y nos hace caer en la cuenta de la contradicción señalada al despuntar estas líneas: el ciego habitante de anaqueles oscuros caracterizado por Eco, que hacía de la lecto escritura su mundo, no otorga a esa expresión artística un poder máximo en el universo fáctico. Raíz de jugoso descreimiento que abandonaría, parcial o totalmente, con la redacción de Los Conjurados, oveja negra y final de la serie.
En cuanto al objetivo de distracción enunciado, encontramos que ya había sido postulado en el proemio a La Invención de Morel de Adolfo Bioy Casares, en 1940, por oposición a la novela psicológica rusa de desperdigados herederos en el planisferio literario. La calidad de las obras hace rever el verbo: juegos de la metafísica y el policial, del arrabal y la lógica, los escritos de ambos distraen de muy distinta manera que la relampagueante publicidad virtual de la tevé de hoy, lo que puede llevarnos a pensar si todo tiempo pasado fue mejor o –más optimistas y dispuestos a la esperanza- si toda obra de arte que merezca tal nombre no es, desde su concepción y definición, esencialmente transformadora. Per se, pero cuando se llega a un receptor.
(*) Publicado en la revista Transiciones Nº 25, Mar del Plata, 2009.

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