“Este folleto, que se imprime con la patriótica colaboración de algunos amigos, puede ser reproducido libremente, siempre que sea para servir los mismos ideales que aquí se sustentan”. Tal es el cierre de un trabajo de Raúl Scalabrini Ortiz de nombre imperativo: Los Ferrocarriles deben ser del Pueblo Argentino. Corría el invierno de 1946; el precio de la obra, de unas veinte páginas de pluma exquisita y filosa, eran treinta centavos.
A pesar del interés de Scalabrini en llegar a las masas, su obra parece haberse resumido al nombre de una calle de Palermo, seguramente transitada en caminatas ensimismadas de pensamiento metafísico. El próximo 30 de mayo se cumplirán 50 años de su muerte y sus escritos han sido prolijamente olvidados por los editores compulsivos, archivados por las cátedras de Historia Nacional, ignorados con alevosía por los literatos de púlpito y obviados por los gauchos kantianos de la metafísica local.
El Paraná lo depositó en la puerta misma del Plata, a pocas cuadras de su esquina: de Corrientes, a Corrientes y Esmeralda. Mucho antes que los golpistas del ’76 lo utilizaran en figurativos discursos, Scalabrini Ortiz se preguntó por la esencia misma del Ser Nacional. Lo ubicó en una bocacalle donde sería imposible no llegar desde cualquier punto de la anchura del país, lo encontró solo y esperando. Era 1931 y aún no se sabía muy bien qué esperaba ni en qué radicaba su intrínseca soledad.
Ese interés sincero lo llevó a revistar sin complejos de primer mundo las cualidades, virtudes y defectos de los caracteres del Hombre estudiado. Supo, coincidiendo en el punto de partida –y sólo en eso- con Hudson o Borges, que el Ser que habitaba la pampa que pervive bajo el asfalto era dado a la contemplación y la creencia del Estado, en quien delegaba todo lo que se pudiese delegar, con la pretensión de lograr una atemporalidad que el mal desempeño gubernamental le obligaba a posponer para erguir críticas y maldiciones. También antes que nadie puso de manifiesto el gris “no te metás” porteño, derivado de aquéllo, que se oscurecería hasta la negritud en épocas siniestras.
Nunca fue novio aséptico de
Lejos de considerar al país la oficina de trabajo que veía como origen de nuestras tristezas Silvina Bullrich, Scalabrini lo asumió como su campo de batalla, radical localía que lo llevaría por eso y no pese a eso a elevar su escritura por encima de sí misma.
Canning, quien dio nombre a la calle que hoy lleva el suyo, fue parte de la sofisticada maquinaria que él se encargó de desentrañar en sus punzantes estudios sobre la sucesión de la acción imperialista británica y norteamericana en nuestro país. Prosa fina y, a la vez, militante, revisaba archivos por doquier, relacionaba documentos oficiales de aquí y de allá y ponía el acento en la manipulación del periodismo, los transportes y la política comercial y económica de las relaciones entre nuestro país y
No obstante su revisionismo, los ferrocarriles que defendió para el patrimonio nacional con lo mejor de su esgrima fueron bautizados con los apellidos de Roca, Sarmiento, Urquiza o Mitre. Curioso dato de preludio a lo que vendría, cosas que ya no vería. Por siempre nos quedará la curiosidad de saber cómo hubiese tomado su prosa lo que ocurrió después del primario enfado gorila del ’55.
Hay, a pocas cuadras de la esquina de Bolivia y Brasil, en Bahía Blanca, un cartel que señala el kilómetro cinco de un ramal que ya no existe. Casos análogos se dan a lo largo de toda
(*) Publicado en la revista Transiciones Nº 25, Mar del Plata, 2009
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